Primer lugar
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Primer lugar
HIPOTENSIÓN ORTOSTÁTICA
Juan Carlos Orozco
Humberto Ramos
Ya estaba totalmente ebrio cuando salí del bar; solo, como de costumbre, en las madrugadas de martes. Tengo vagos recuerdos del lugar de donde salía, pero lo único que destaca es una música repetitiva con falta de dinamismo y tragos adulterados de mezcal que hicieron que odiara mi vida. Por eso salí, sin despedirme de nadie ni de ver a los ojos a mi acompañante, quien había decidido deambular entre sus amigos en vez de seguirme la pista. Hizo bien.
Desconozco los pasos que di, así como las cuadras y calles que atravesé. No estoy seguro si cambié de colonia o de municipio. A ratos le seguía el paso a un grupo de personas, y en otros, huía de las que caminaban hacia mí. Por eso mismo me perdí entre el concreto y las luces de los faroles, buscando un lugar para pasar mis desgracias etílicas.
Fue ahí cuando mis pies ya no daban, me dolían en un pulso como de intoxicación y ejercicio a deshoras. Las gotas de sudor humedecían mi bigote y los ojos comenzaban a arderme ¿también había perdido mis lentes en alguna de mis andadas. En ese momento de extremo cansancio, fue cuando me detuve y miré mis desgastados zapatos, y al observar el cuero raspado y la suela casi deshecha, vi una pequeña puerta de no más de metro y medio de altura, con un título fosforescente: Pantaleón. No podía entrar de la manera en que siempre entro a los bares, por supuesto. La altura que tengo es alrededor del metro ochenta y cinco, así que caminar como generalmente lo hago ¿encorvado y todo¿ no era una opción viable, por lo que tuve ponerme en cuatro patas y gatear a la vez que abría la pequeña puerta, ensuciando mis apestosos pantalones que hedían a cerveza, mezcal y cigarrillos de clavo.
La luz brillante del bar me devolvió la sobriedad que hacía horas había perdido. Intenté levantarme de la posición bestial en la que me encontraba, pero al hacerlo, mi espalda chocó con un minúsculo candelabro: la altura de aquel recinto me llevaba de ventaja unos escasos veinte centímetros; apenas yo cabía. Mi única opción era permanecer de rodillas, arriesgando a que mis pantalones se rompieran aún más. Y arrodillado, tal como un gato en una atalaya, observé a todos los visitantes en Pantaleón. Personas de una minúscula estatura caminaban de un lado a otro del bar, bailando y emborrachándose. Algunos apenas se dieron cuenta de mi presencia. El alcohol en las mesas fluía en abundancia: los usuales tarros de cerveza clara y oscura que uno veía en los bares eran minúsculos, apenas pasaban de la onza y la espuma a veces abarcaba la mitad de éste. Los platos con botanas estaban llenos de esas sobras de papas que quedan hasta el final de la bolsa, trituradas y machacadas sobre las mesas.
Sin embargo, la música era buena y no había personas con la cara constreñida. Las risas agudas hacían que vibrara el local en una emoción contagiosa que provocaba que quisiera tomar más y más de aquellos caballitos de cerveza, sin embriagar ni molestarme por el ruido bullicioso y el reggaetón lento.
Cansado de verlos, me arrastré hasta la barra, en donde un cantinero muy serio me atendió con una onza de cerveza. A mi lado noté que una mujer se me acercaba y me sonreía con cierta emoción: traía consigo un pequeño libro y tomaba algún licor de la zona. Nuestras miradas se cruzaron y hasta compartimos sonrisas amplias, mientras que en sus ojos yo notaba cierta atracción por mi desmesurada altura.
Le pregunté acerca del libro que leía, y mientras se acomodaba en su periquera le dio un sorbo a su trago y me lanzó una mirada con sus ojos verdosos, sonriendo con la mitad de sus labios e inclinándose más a mi oído para que pudiera escucharle. Me contó que era un libro que compró en alguna librería en Nueva York, que trataba la vida de Ernest Hemingway narrado por sus cuatro parejas más famosas. Sonreí diciéndole que sólo había leído El viejo y el mar, y de sus muecas brotó una sonrisa y me habló de los cuentos de Las nieves del Kilimanjaro. Tocamos a Borges, Ibargüengoitia, Villalobos. Hablamos de famas y cronopios. Nos reímos de la nariz de Chéjov y de la rana de Monterroso. Debatimos el cariño de Paz y Garro. Culpamos a Vargas Llosa del golpe a García Márquez. Coincidimos que el Nene fue el culpable en Los albañiles. Se nos antojó ir a Tralfamador. Nos revisamos los dedos para no dejar un rastro de sangre sobre la nieve. Cuidamos de no conocer a las amigas de nuestra infancia como en La muñeca reina. Acordamos no subirnos a un avión con Guadalupe Dueñas ni viajar a Europa con Sergio Galindo. Concluimos que gustábamos de la presencia del otro, que nos veíamos bien juntos. Coincidimos en que deberíamos irnos de ahí. Estuvimos seguros de salir del bar, ella caminando y yo a gatas. Pero de lo que nunca hablamos fue el inevitable sentón que le di, tan fuerte que terminó aplastada contra el concreto y llevándola a una muerte inmediata.
El error fue mío, lo admito. Al momento de estar fuera me puse de pie con una rapidez innecesaria, lo que hizo que me marease y tambaleara sobre mis pies, cayendo de un sentón sobre su pequeña persona. No emitió ni un solo ruido, y lo único que quebró fue su delicado cuello, con un ruido similar al tronar de los dedos. Tomé su cuerpecito y me lo metí al bolsillo de la chaqueta y lo tiré en el bote de basura más próximo que encontré, a dos calles de ahí. Vi un taxi y pedí que me llevara a mi casa lo más pronto posible. Pagué unos cientos de pesos y ni siquiera le pregunté de dónde me había recogido.
Fue una lástima, ya que siempre quise estar en la cama con alguien de su tamaño.